Jorge Cuña Casasbellas

 

















Prólogo de Jorge Cuña al poemario Génesis del amanecer, de José Manuel Ramón Gutierrez

(Edic. Gráficas Minerva, Orihuela 1988)


Ante el ofrecimiento de prologar este libro y no sabiendo de prólogos y por tanto no sabiendo como ellos se hacen, he decidido, después de varias lecturas del poema, dar cauce y expresión a las sugerencias que sus palabras me despiertan, con el deseo de que ellas abran las puertas de un mundo, siempre más allá de lo que de él se diga, para quien esté dispuesto a una lectura comprensiva y amable. Y es desde aquí donde puede ocurrir el encuentro en el verbo de este “Génesis del amanecer” que se hace abrazo con el milagro de percibir un más allá de las edades primigenias, un más allá de tiempo, cuando éste todavía no era y habitaba la sed (perseverante empeño) que irrumpe violentamente contra la arcilla, principio y próxima mano de hombre, sed que arranca fulgores a la tiniebla, gérmenes informes (corpúsculos de magma) los cuales acaban cristalizándose de anarquía y convierten la anarquía en un mínimo insatisfecho orden de dolor y movimiento.


Arranca la sed, frutos marinos, radiolarios cuyas redes arrastran lo inconcreto del barro a la nada, sed que nos dice ausencia y deseo del que deseo no se sabe y no sabe cumplimiento.


Sed que fecundada por el sol engendra la sangre en coágulo de luz, sangrienta luz, nutriendo vegetaciones terrenas, petrificaciones virginales, alaridos de ave, luz que afiebra y espanta al recién nacido cuya aparición quiebra la armonía pre-existente a la génesis del tiempo y con el tiempo el despertar de la muerte, hija de lo cíclico, muerte hija del ordenamiento (presente-pasado-futuro) que encadena el instante a la más brutal de las determinaciones, “sudario de ceniza” para los ammonites, cochas fósiles que decían la espiral, forma aquella donde es unión, muerte y nacimiento, lo fecundo y su extinción, forma aquella que diluye la línea divisoria entre el existir y el morir, y por tanto es herida para el tiempo, padre de la muerte, en cuanto éste impone leyes a la memoria y determinaciones a lo vivida, determinaciones a lo que habita la vida más allá del tiempo, y lo que habita la vida rechaza cualquiera de las órdenes por las cuales lo cíclico subyuga a lo existente y lo que habita ama la vida, lo que oculto se manifiesta indeterminado.


Sin embargo el tiempo se hace victorioso y los ammonites mueren y con ellos muere la espiral primigenia, la no diferencia, aquella fusión ajena a cualquier pretendida verdad o mandamiento.


A partir de este triunfo que la temporalidad ha conquistado contra la vida, temporalidad que en el poema se hace reptil, tiranosaurio, cuyas escamas son embriones, simientes condenadas al espejo al que obliga la consciencia, simientes, “eventos del pasado”, que en su reflejo predicen mutilaciones, pues mutilación es aquello que pone diques (presente-pasado-futuro) a lo que fluye, al aliento oceánico, a la indefinitud de lo de y por venir, a partir de este triunfo que la temporalidad ha conquistado y, pese a él, sucede que renacen viejos manantiales que calman la sed, ofrecen júbilo a los labios y humedecen las manos para el barro.


Al leer los últimos versos de este libro, ya poseído por la sugerencia de su verbo, quisiera que a vosotros como a mi ellos nos devuelvan a un estado de armonía primordial que el nacimiento del hombre desdice, desde disonancias generadas en el fatídico parto de una naturaleza en trance la cual fue quien dolorosamente dio aparición al hombre, “último inexperto”, devorador de la placenta, maligno y hombre que a su pesar sueña “Génesis del amanecer”.


Jorge Cuña Casasbellas