Epílogo de Rafael Chacón Calvar, incluido en el “Poemario (1972 - 1992)” de Jorge Cuña, editado por la Diputación de Pontevedra (Pontevedra, 1993).




EPILOGO


Rafael Chacón Calvar (Octubre, 1992)



La pretensión de las palabras es decirlo todo. Aquello que no se puede decir no es parte del todo, porque o no existe o es un margen excedentario que el propio lenguaje finge. En el todo, todo tiene sentido. Y también aquello que parece no tenerlo, ya que su no sentido lo adquiere en esa relación con el todo, que es el sentido.


Hablar es, pues, hablar del todo. Hablar es afirmar, decir un sí rebozado en cualquier fórmula que se extiende y se repliega hasta llegar a su propia negación para florecer de nuevo en sí. Entonces la negación es un proceso derivado, hijo del sí y de sus entornos. Toda palabra esconde debajo un sí originario, que aparece también aun debajo de todas las imágenes, incluso de aquellas que juntan términos que se queman y que en su juego parecen negarse. El sí, la afirmación que parece subyacer en el lenguaje, es por el sentido del todo, aquello que gratuitamente heredamos diluido en las palabras.


Se puede hablar de sentido en tanto las palabras conserven la función primordial del signo, que asegura, nos asegura, que existen o pueden existir objetos pensables con los cuales los signos pueden estar relacionados. Todo está, pues, en esta producción de signos que ordenan con su actividad el caos. Aquello que no tiene sentido lo tendrá según el principio metafísico de la supuesta unidad del hombre y el mundo, unidad perdida o quizá recuperable, que nos hará de una vez por todas felices y satisfechos, es decir, lo suficientemente hechos y acordados hasta con eso que se llama deseo, y en teorías más procaces, instintos, bajos o altos. Pero el principio metafísico de la unidad originaria o final de hombre y mundo en su pretensión de ser racional, es decir pensable, y por lo tanto con sentido, olvida que todo sentido es relacional, y que exige para serlo la existencia de un segundo miembro al que tal relación tendría que referirse. Y la metafísica quiere ser lo absoluto, lo último, aquello que no tenga complemento. Los principios transcendentes, benignos, malignos o ambos juntos, no son el otro miembro de la relación, más que en cuanto son lenguaje.


Otra vez el engaño de la pregunta, que se metamorfosea a sí misma en respuesta, y en esa sustitución del lenguaje que por sí mismo se crea la ficción de la respuesta al tiempo que crea sentido, que es ya una ya idea, la Idea absoluta. Así la realidad, el mundo, las cosas, eso que está ahí, tiene que adaptarse a la Idea y cobrar en ella su racionalidad. Pero el mundo en sí no tiene sentido, ya que es asemántico, sino en cuanto entra en relación con los sistemas de creación o procreación de sentido. Así, desde el momento en que una idea, y por lo tanto la Idea, domina lo real, se deshace de todos los hechos que no se ajustan a ella. Desaparecen del ámbito del sentido y ya no son decibles.




Pero esta cirugía no se hace sin pecado. Es siempre un desgarro en aras de la producción lingüística, ideológica o económica. El mundo no tiene sentido, aunque crea sentido; y tiene sentido porque en sí mismo aniquila el sentido. Queda eso que llamamos lo irracional, pero con ello, obviamente, la renuncia a toda expresión lingüística, ya que lenguaje crea siempre un sentido que lo irracional niega. Tan dotadas están nuestras palabras para crear sentido que si dejamos caer sílabas aparentemente incomprensibles cuando entran en eso que llamamos tiempo, con la repetición y el ritmo, comienzan a ser ya tartamudeos o balbuceos del sentido. Están condenadas a la relación co aquello que es signo y parecen tener pasión por ser uno de ellos. Por lo tanto la renuncia al lenguaje es una imposibilidad. La incomunicación es imposible y por lo tanto la soledad es siempre dolorosa; el silencio de los místicos es la mejor prueba de ello en la búsqueda de la comunicación total pretendidamente más allá del lenguaje. Cuando se quiere expresar eso que llamamos inefable, esa insuficiencia del lenguaje, se recurre a la expresión adivinatoria o en su lugar, a la expresión estética. Para decir aquello no decible hay que llegar al terreno de la poesía o de lo cómico. Es decir, el juego definitivo con el sentido. O a la locura.


El papel de los locos en la tragedia es el de señalar el aspecto cósmico de la lucha del hombre por construir un destino y de hacer notar que las cosas también pueden ser vistas desde este ángulo que el lenguaje diario, aquel en que nos comerciamos, teme, niega, rechaza y pervierte. En la comedia los locos ya no tienen esa función de enlaces con lo cósmico, si no con lo paródico particular, con la burla de las costumbres cotidianas como máscara de algo que está detrás y que no coincide con su rostro. La comedia humaniza el rostro, la máscara, la negación, el destino, la vida, la muerte ... porque las convierte en costumbres al tiempo que avisa que no hay sólo costumbres. Es el simulado final feliz cómico que nos divierte al tiempo que nos vierte en dos, que en eso consiste el divertirse. El loco nunca se divierte ni sabe de destinos trágicos ni de vidas cómicas. En la vida, su papel es no estar o estar fuera de la línea del tiempo y de la actividad productiva. Es puro margen o excedente que se pudre para no alterar otros precios, aunque algunas veces habla de forma inquietante aun en su mudez de loco. Es signo de si mismo, por eso su lenguaje no tiene sentido en otros lenguajes. Sólo vale interpretarlo. Toda su mudez o todas sus palabras son presagios. Puros signos que buscan despiadadamente sus referentes no nacidos. Semántica en estado puro, luz aún no usada.


Locos, místicos y poetas. Un no sé que queda balbuciendo y que se aleja definitivamente de los desarrollos de la Idea y de la cantidad. Del principio unificador de la mercancía y sus valores, del principio dual que separa consciencia e inconsciencia, vida y deseo, vigilia y sueño.


Los criterios de finalidad y de utilidad que la cantidad impone en todas sus formas que no son más que metáforas, mercancía, dinero, estado, trabajo productivo, cuerpo, alma... hace que todas las cosas puedan ser medibles y por lo tanto intercambiables. Son las reglas económicas que la cantidad impone como mercado. El valor de cambio es universal y obliga al trabajo a producir cosas intercambiables y lo inunda todo con sus únicas leyes y su moral de producción. Todo es igual a todo porque el todo es la geografía de la cantidad. La comunicación es la circulación de esa cantidad-mercancía, ya sea en forma de cosas o de ideas, porque los mecanismos de la producción son los mismos que los de la producción ideológica.


Sabemos aquello que sabemos porque conviene que lo sepamos. Pero los sentidos, los deseos, los sentimientos, aunque ya enamorados de la cantidad y sus oropeles, en ocasiones se tornan torpes y se vuelven improductivos. Se obstinan en no ser reducidos a ideas idénticas a sí mismas y se niegan a aparecer como diferencias predecibles porque ni siquiera se saben ni quieren saberse. El yo aparece entonces como una cualidad, como intensión que se aleja de esa línea del tiempo donde se ha instalado la producción, la mercancía, los valores, el signo del signo que es el valor unificador del dinero, expresión máxima de la cantidad, porque ya no significa el valor del cambio sino el valor total donde todo es cambio en la misma moneda.


La vida, todo lo que hay en una vida, para sobrevivir tiene que someterse a esa prohibición y replegar sus deseos y sus sentidos o convertir deseo y sentido en la idea que el mercado tiene de ellos, es decir, la normalidad amansada de la producción y sus utilidades. Somos en cuanto que somos igualados por esta democracia de la mercancía, y somos lo que se espera que seamos. El Yo es excluido de este negocio y reducido a individuo, sujeto de derechos y célula básica de la producción.


A partir de esta exclusión que reproduce otras más antiguas se generan todas las pobrezas. También esas que llaman económicas. Porque la pobreza no es señal de una colectividad incapaz de producir riquezas, sino el producto de esa exclusión que pretende obtener el máximo rendimiento de cada individuo y que rechaza al que no lo produce. La producción de mercancías y la producción de pobreza son lados de la misma cosa. El trabajo es una constricción colectiva que obliga a todo individuo, pero el beneficio es el logro particular de pocos. Lo demás son miserias. Miserias del individuo que pierde su vida dentro de su vida.


En estas metamorfosis que comprendemos con el sentido que queremos negar, paradójicamente, el propio deseo, en su pasión de tal, se busca en ese mercado y, para su desgracia, se encuentra. Ya es deseo útil en cuanto desea ser repetidamente satisfecho. Es decir, el deseo desea consumir y consumirse, apagarse. Ya no es gasto inútil, don de la ebriedad o de la hermosura o don gratuito que no se piensa. El deseo es su idea. El deseo es el otro (ya no el deseo del otro, el suyo y que no es mío) y el otro es también una cantidad, una cosa, una mercancía a la que mi deseo se refiere y tiende. Quizá yo sea otro, o un otro, a condición de que yo sea su esclavo y él, el mio. Es decir, siempre disponibles para uno mismo y para el otro. Y ahí está el fracaso del que partimos, esa disponibilidad sería una forma de indiferencia o la diferencia predecible. Es decir, la muerte. Ahí está la tarea del héroe contra la muerte. Por eso es héroe, es decir, condenado.


Desde esa condena parte el poeta, aquel que ni siquiera aún hoy en día puede entrar en el reino del mercado. Sólo puede entrar a condición de ser otro, es decir, de no serlo y ser bufón del rey. También sabe que muchas veces el rey otorga su reino al más perezoso de sus hijos o casa a su hija co el más tramposo de los súbditos. Es decir, no hay premio. También le quedan las drogas, el suicidio o la locura, la geografía abismal de lo no cuantificable. Pero de eso mucho entiende el rey con sus mercaderes.


El poeta quiere instaurar lo imaginario negado o excluido frente a la redundancia machacona del lenguaje con que nos vivimos. Lo imaginario último habla como un secreto estallante frente a lo sagrado y separado, allí donde no puede entrar y quiere. Y en este tiempo en que ya no hay más que pedazos de mitos esparcidos por el suelo que pisamos, la unidad de lo sagrado se aparece sólo como rito y sus tiranías. Tiranías del rito por imponerse como instancia última suplantando lo imaginario, donde aparecen las imágenes que no se dejan atrapar por los nuevos ritos ni la continua invención de nuevos modos y modas, artes y músicas, ropajes que no contienen ningún cuerpo en su vocación de igualdad e indiferencia. En ellas cuerpo ya no es la geografía del alma ni su tumba, ni su signo. La semanticidad del alma con el cuerpo se disuelve como se disuelve el simulacro de lo sin fondo. En el castillo nunca habitó el rey y no nos atrevíamos a pasar. Por eso el rey existía en nosotros. Habrá, sin embargo, que tener fuertes los ojos para resistir las visiones que las moradas prohibidas nos van a ofrecer. Tal vez muerte por todos los rincones, o colores de la muerte. Pero ya no habrá oscuridades, aunque tampoco nombres para las cosas. Luz aún ciega e imágenes.


No hay pues, que retorcerle el cuello a ningún cisne poético, sino retorcerle el cuello al lenguaje y a su pasión afirmativa. Negarle su vocación de producción de ideas y cantidades ideales, su vocación de constructor de identidades sólo útiles para la máscara de lo productivo. Un vacío que al tiempo que se llena, se agranda.


El poeta retuerce el lenguaje y lo descoyunta; desconfía de la gramática y sus jerarquías. Desconfía de esa pasión de la Frase por ser universal y enunciativa. Lucha contra y en el lenguaje que se dice a sí mismo y se muestra en sus balbuceos, en su intento de nombrar lo aún no creado o lo siempre destruido. Deshaciendo los círculos y la línea donde el tiempo se quiere, buscando los instantes sin tiempo.

Rafael Chacón Calvar