POESÍA DE REBELIÓN Y REVELACIÓN


Por Inocencio Pereira Domínguez


Texto leido por Inocencio Pereira el 29 de noviembre de 2005, en el Paraninfo del IES Valle Inclán de Pontevedra, con motivo del “Brumario Poético”, organizado por la Fundación Cuña-Casasbellas. Fabulario Novo-Hipofanías.



    Conocí a Jorge Cuña Casasbellas a comienzos de la década de los setenta. Andaba yo entonces singlareño por diversos litorales cantilosos y derivas poéticas, si no erróneas algo erráticas por mor y fervor de múltiples lecturas a las que me aplicaba desordenada y compulsivamente, pues además de necesarias para corregir los rumbos de mis travesías eran formidable cauterio para la soledad del navegante. Pero un maretazo azar o quién sabe si el inesperado ápice epifánico con que a veces se nos enmilagra la vida, me arrojó a estas latitudes en donde anclé durante tres lustros en compañía de Jorge. Aquellas lecturas precipitadas y otras muchas habrían de habitar ya reposadamente muchas jornadas compartidas en las que nuestra amistad se iba cochurando con la virtud añadida de una complicidad imprecisa que mucho ayuda a estar en el mundo y a hacer menos interina la existencia.


El encuentro inaugural con el poeta se pretextó en base a la promesa de intercambiarnos las primicias de nuestras respectivas cosechas poéticas. Traía yo en mi fardel de viaje un primer premio de un certamen poético convocado por la entonces Facultad de Filosofía y Letras. Era y es un breve poemario cuyos versos, de cierto aliento existencialista y tono enardecido, se aproximan a Blas de Otero y a Miguel Hernández, dos referentes significativos en aquél momento política y culturalmente oprobioso y que la dictadura contra la que algunos luchábamos quería hacernos ominosamente interminable. Jorge, con la parsimonia litúrgica que le era propia, sobre todo cuando se disponía a transitar el ámbito sagrado de lo poético, fue leyendo el opúsculo de los doce poemas. Tengo adentrada, viva aún en el recuerdo, su imagen reposada repasando los folios, musitativo, reparando en algunos versos aislados que luego con voz bien impostada -poseía una exquisita técnica musical en la modulación de las estructuras rítmicas- recitaba concentrado y ausente, como para mejor calibrar quien sabe qué despertares o resones interiores. “Son numinosos, pero sobran adherencias realistas”, dijo tras un breve silencio ponderoso. Así fue su veredicto: conciso, directo, ajustado al entrañable protocolo de nuestro primer encuentro. Y así serían luego sus diagnósticos: aunque severos, siempre asertivos. Ninguna razón espúrea, ni compromiso alguno de ningún tipo, ni siquiera la empatía y generosidad con que atendía y estimulaba a quienes le buscaban para participarle sus noveles creaciones y recabar su opinión, menoscabó nunca la honestidad y asepsia de criterio, ni la lucidez de sus evaluaciones. “Son numinosos, per sobras adherencias realistas”.


Durante mucho tiempo entendí que esta capacidad de visión esencializante de Jorge se nutría concurrentemente de una inteligencia totalizadora, de la pureza que roboraba su envergadura humana y de una ética autoadministrada y practicada con rigor inclaudicante. Pero siendo esto verdad, no tardé en descubrir que la capacidad eidética de leer y ver dentro, de radiografiar -si se me permite la aspereza del término- el poema, tenía su razón de ser, se almaba  realmente con otros hontanares del espíritu no comunes y que rebasaban la sola inteligencia. Estoy seguro de que la cosmovisión de mi amigo se sustanciaba en un especial magma o precipitado espiritual en donde disolvía y aglutinaba pluralidades, acendraba y refundía dicotomías, descrucializaba, en fin, los caminos que puedan regresarnos a la inocencia, que no paraíso, perdida ... Es sin duda en el oxímoron existencial y dramático -tan recurrentemente presente a nivel morfosemántico- y sobre todo en la pugna por hacer que se abracen y se abrasen las disyunciones que lo constituyen, donde se producían el relámpago perspicaz y esplendente de sus observaciones y la fogarada luminiscente de su poesía. Sólo quienes fuern capaces de rechazar a los geómetras de nuestra felicidad y quienes supieron declinar la invitación al banquete obsceno con que los agrimensores del pensamiento nos seducen para luego agrumarnos el cerebro en el confort de sus apriscos, serán signados para oficiar el renacimiento constante del mundo. Sólo los que habitan lo que arde diverso en el delirio de las albas y van de vuelo icárico procurando los altos abismos de los astros, poseen el don de la clarividencia.


Jorge estaba sacramentado para el desvelamiento y la desocultación: para la hipofanía, para abrir y penetrar el recoveco esencial, el justo quicio de la puerta apenas presentida. Fue tan él en propósito de altura, tan hacia la luz, que obra y hombre, vida y poesía se excelsaron adunadas como nunca tanta cumbre y ardimiento pudo darse ... “Mi reino no es de este mundo”, solía repetirme caviloso, ajeno, melancólico, sobre todo cuando al desencuentro en el camino o la cansera del viaje comprometían su probada fortaleza. La altivez venias con que pronunciaba la frase servía para oblicuar la rabia que le producía la mezquindaz y estolidez con que el entorno a veces quiere fagocitarnos; pero era también expresión reafirmativa de su refinamiento moral y estético y de un legítimo desprecio hacia los epulones de la tierra que maltratan a Natura, profanan nuestra casa y nos agreden con la ostentación vulgar de sus sobranzas coprológicas.


Para la celebración de aquél primer encuentro al que me refería al principio, quiso obsequiarme con un ejemplar exquisitamente dedicado de su “ópera prima”, el libro Serpigo, un poemario crepuscular y maduro al mismo tiempo para el que, si tuviese que calificar urgidamente, no se me ocurre otro término que el de “prometeico” por luminar; versos de honda respiración que yo tengo especialmente entrañados. No sólo la obra en sí, en cuya lectura me gozo frecuentemente, sino también los fecundos debates que su advenimiento propició entre nosotros, me ayudaron a columbrar nuevos derroteros en el hacer poético.


Se trata de una poesía sin mixtificaciones, limpia por dentro y por fuera como la desnuda sabiduría de los antiguos viajeros que sólo la nutrían de alimentos naturales. Manuel Cuña Novás -poeta amigo y padre de mi amigo poeta-, crítico bien difícil vive dios, para su hijo, me dijo en cierta ocasión que Serpigo había que leerlo con la mente advertida y no confulsa de nostalgias prejuiciantes, escamondando despaciosamente las solapadas capas que encubren y celan el cogollo donde reside la sustancia adolescente que instila y saboriza todo el discurso poético del libro.


Todavía resuenan aquietados en la paz de las plazas de la ciudad en que vivió y también en los deambulatorios de mi memoria aquellos versos emblemáticos que para siempre quedaro inscritos en la heráldica de nuestra juventud:


“Y en el encerado negro de la noche

queda quebrada la tiza para siempre”.


Serpigo fue alumbramiento noval, pero en él están más que pergeñadas algunas claves que estructuran unitariamente todo el corpos poético de Jorge.


Vinieron luego tiempos de experiencias y proyectos vital y literariamente compartidos que iban hermanándonos más. Fueron años, sobre todo la década de los setenta, de gozosa actividad y entusiasmo transfigurador y mitopoyético en que Jorge, además de escribir y publicar (pronto vendrán Moloch, Mantis y luego Hipofanías), oficiaba de mentor con el amigo voluntarioso y bisoño que era yo. Sus orientaciones hicieron que pudiesen reabonarse parcelas de mi ignorancia largo tiempo cultivada, como la aproximación al romanticismo europeo, para mí casi desconocido, desde premisas de valoración y abordaje nuevas que me ayudaron a verlo como sistema vital y forma de conocimiento integral que habría de transformar la visión del mundo y asentar los principios generadores de la modernidad poética en que se incardina la obra de Jorge. En este sentido debo decir que su perspicuidad crítica era siempre obligada piedra de toque de mis poco más que reiniciados escarceos poéticos.


Por aquellas fechas dimos en la costumbre de reunirnos dos o tres veces por semana para la puesta en común de enrevesados ejercicios experimentales que previamente habíamos programado o para comentar lecturas compartidas y algún fruto literario que iba surgiendo. Con fervor iconoclasta, como el cura y el barbero en el donoso escrutinio cervantino, nos aplicábamos a expurgar el panorama lírico, diferenciado lo que considerábamos material de pura veta de la cangalla. Jorge denominaba con seriedad humorística a estas comunicaciones talleres de “ignición poética” (no fuese el caso que sobreviniéndonos la inspiración nos encontrase apagados).


De aquél proceso discerniente quedé habitado para siempre por autores mal conocidos y no justamente valorados: Cernuda, Claudio Rodríguez, Ángel Crespo, el para mí muy entrañado Ángel Valente ... y el yan prejuiciosamente preterido Juan Ramón Jiménez a cuya obra achacaba José María Castellet “pérdida de vigencia histórica”. Hablando de Castellet y gracias a unas notas que hallé escritas a vuela pluma precisamente en las pestañas de su famosa antología, me viene a la memoria uno de los múltiples debates -no infrecuentes en el contexto sociopolítico de aquel momento- sobre las posibilidades renovadoras de los “Nueve novísimos” frente a la poesía realista-social que muchos denostábamos al menos en sus expresiones más mostrencas. Recuerdo al hilo d estas notas que en medio de la polémica terció Jorge Cuña, irónico y sintético, diciendo algo así como que la discusión que nos ocupaba era prescindible por falaz, al ser insustancial y sediciente el material poético en que se basaba: ni la poesía social era propiamente realista, sino, salvo excepciones, una retórica neonaturalista de buenas intenciones, ni los “Novísimos” suponían un nuevo tipo de poesía, como declaraba su antólogo mentor, pues ya otros poetas -Carlos de Ory, Eduardo Cirlot, el mismo Labordeta ...- habían llevado a cabo experimentaciones de carácter renovador.


En estas confutaciones se iba decantando y robusteciendo un credo poético singular, pero también en gran medida compartido y retroalimentado por los dos. Creo aproximarme adecuadamente al ideario ético estético de Jorge, si sigo que para él la poesía, además de agnosis, conocimiento transracional que explora el enigma de lo no visible o apenas atisbable en el instante, es una realidad en sí autosuficiente y autofánica, no vicaria de nada, pues, no está su cometido -si alguno tuviese- en enjuiciar o interpretar el mundo. El poema, creía mi amigo, sólo se sustancia en el acto y en el trance creativo que lo alumbra; y es puro espacio de palabras que compelidas por el pneuma desvelador desconfinan dimensiones nunca nombradas poniendo nombre a lo inefable. Desde este credo, pues, nace y crece la obra de Jorge, poesía elíptica, sin mixtificaciones, como dije; pura creación, que no creatividad que siempre reduce las posibilidades poéticas a resoluciones más o menos habilidosas: lo que Andrés Sánchez Robayna denomina “literatura de excepciones”.


“El poeta, dice el poeta Jorge Cuña Casasbellas, debe penetrar el lenguaje, el ritmo, la palabra, con objeto de descubrir siempre lo que oculta, lo que engaña; y desde dentro de las mismas formas artísticas envenenarlas, convertirlas en inútiles, negarles su función afirmativa”. Efectivamente aquí con un lenguaje autoreferencial y desde una sintaxis desgoznada -eso sí con perfección quirúrgica- se nos trasunta, como muy pocas veces lo ha logrado la poesía el “pathos” dramático del hombre desagustado y desajustado a una existencia percibida “como corteza de un vacío fundamental” en expresión de Jorge. De esta conciencia de vacío, del dolor de la desfiliación y también para paliarlos, surge la necesidad y disposición al viaje regresario, el impulso hacia el itinerar poético, pues no otra cosa es el poema que camino, si errático, único asidero frente a tanto derrumbe. Para corregir las derivas estas azarosas singladuras de regreso, el poeta-hombre desterrado reahinca su resuello al compás de la honda respiración del poema-camino, porque es el ritmo, épico, letaníaco, basado sobre todo en recurrencias y repliegues de imágenes y estados afectivos quien le invoca y convoca como un “basso ostinato” los presagios y nostalgias del arraigo requerido.


    En lo que hace a la estructuración rítmica además la poesía de Jorge Cuña goza de una especial energía musical sustentada en buena medida por técnicas afines al dodecafonismo de Arnold Schönberg. Mediante la sabia utilización de “sistemas seriales”, fórmulas permutatorias e inversivas, variaciones sintagmáticas, concatenaciones y recurrencias, etcétera, el poeta consigue rechazar los medios y principios de unidad y organización tradicionales y aventurarse  por derroteros encantatorios y prohibidos del inconsciente esperando encontrar en ellos la fundamentación de un orden no contaminado por lo racional.


La clarividencia transracional de esta poesía se nos ofrece frecuentemente bajo la obscura claridad del oximoron, punto de intersección luminiscente en que se concitan unitariamente destrucción y nacimiento, Eros y Thanatos como binomios fundamentales de fusión deseada y resurrección cósmica. Morir no es desaparecer sino sumergirse en el origen que incansablemente produce nuestra vida: la vida, pues, es comienzo de la muerte, pero la muerte es condición nueva de vida, según la ley eterna del devenir constante. Esta estructuración morfosemántica en ejes positivos que quieren conciliarse, provienen de la peculiar cosmovisión poética de Jorge, constituida también por dos instintos artísticos constreñidos a desarrollarse en rigurosa proporción creadora y fraternal: la fuerza estructurante y transfiguradora de lo apolíneo que organiza el caos en cosmos y la embriaguez, el estro creativo de lo dionisiaco, más allá de cuya tormentosidad se da el evangelio hipofánico, el milagro esplendente de esta poesía. Nos dice el poeta:


“Sexo-tierra

devoradora madre

espina genesíaca

invitaste al banqueta de los nacidos

a aquel

tu hijo

que ansía conocerte”.


Y también:


“Sangriento sol

devoraste el esperma

de tus lejanos nacimientos”.


O:


“Tierra

sexo-madre

y tumba

convocaste a tu hijo

esa isla

que ansía conocerte”.


El poema deviene camino por el que el hombre desterrado, el poeta, impelido por la nostalgia del arraigo, busca la reconciliación cósmica.


A todo viaje, a toda odisea, metáfora que es del periplo existencial, se le asigna un cometido teleológico, una orientación epigonal y resolutiva de los avatares inherentes al itinerar dramático en que la vida consiste. Pero aquí no se da ninguno de los “topoi” de retorno, ni paraísos, ni tierra prometida, ni siquiera un precario final feliz que pusiese cadencia y cesación al drama del viaje. La meta es el viaje mismo haciéndose y sustanciado creacionalmente en la propia materia que los constituye, la palabra.


Por eso cuando no hay más centro de referencia que el solo monólogo interior, el extraño, el extranjero en su propia tierra vaga como un flameur baudelairiano ensimismado en la itineración solipsista de estos versos que le distraigan del aniquilamiento; o como aquél otro famoso Ulises también deambulando por las calles de Dublín, al pairo, sin Ítaca ninguna y sumido en la pura subjetividad consuntiva de un Leopoldo Bloom.


Quizá mi amigo, fiel a la frase bíblica “mi reino no es de este mundo” -por él frecuentemente pronunciada- decidiera marcharse pundonorosa y discretamente, como fue siempre su estilo, un día como éste:


de dios estaba el alba

y hacía mucho ángel:


con vírgula sedeña

tañías el rocío que vigila

al próvido lentisco:


y abrazos sinalefas

de palabras jamás dichas

adviene el poema:


el mundo -nombre nuevo a cada cosa-

qué bien se sortilegia inaugural:


porque hacía mucho ángel

y de dios estaba el alba.



Ino Pereira Domínguez

 

Inocencio Pereira Dominguez