Introducción


Invocar es siempre añorar, padecer la ansiedad de la espera, anular la distancia, el exilio, que nos separa de lo invocado. Cuando el chamán toca el tambor, hecho de una de las ramas del Árbol Cósmico, y golpea rítmicamente los pies contra la Tierra -casa común de espíritus y hombres-, se dispone a penetrar en mágica cabalgada en el reino de lo incierto, en el “Centro del Mundo”. Cuando el campesino deposita la ofrenda y musita su certidumbre se une a la semilla, ser todavia indeterminado, esperanza de otros arraigos. Cuando convocadas por Jorge Cuña se tornan presencia las fuerzas, entes y emociones que permanecían hasta hoy ocultas -Hipofanías-, también nosotros participamos de esos poderosos instantes del chamán y el campesino con intensidad extrema, ya que la nostalgia del arraigo con la naturaleza invocada es tan profunda que parece toquemos con la piel nuestro propio origen y logremos vencer, en cada verso, en cada página, en cada ocasión las rígidas escrituras con las que el poder va arrebatándonos la libertad y la vida.


    En estos poemas se consuma un vivo compromiso entre lo indeterminado -conjurado y finalmente hecho presencia en los tres cantos-, el poeta y el lector, con la sola condición de que este último, como el chamán, como el campesino, se deje embargar por la fuerza misma del tríptico poético y despreocupe inicialmente por las exigencias de una interpretación lógico discursiva que pretenda seguir los códigos reduccionistas al uso.


Por respetar ese vínculo, no cabe a esta introducción la mera función de glosa o reelaboración didáctica de la obra de Jorge Cuña, pero tampoco el análisis estrictamente formal y estético de unos textos que, por su riqueza y audacia, reclaman un estudio más extenso y especializado que el que le está reservado a esta breve referencia. Hemos de limitarnos a una traducción imperfecta del texto. A otorgar funciones unívocas a elementos, relaciones y hallazgos poéticos que, con absoluta seguridad, encierran más amplias y ricas significaciones. A describir precariamente, prosaicamente, alguno de los itinerarios significantes que este poemario me hizo emprender cuando, hace ahora nueve años, conocí y pronuncié -hacia mí, pero en alta voz- su primer verso:


Cerrada está la puerta de las fulguraciones ...


Cabe la esperanza, y ello bastaría para justificar este proemio, de que tal descripción ayude al lector a hacer suyo este iniciático poema, auxiliándole en la inevitable rebelión que todo ser ha de librar contra las rígidas determinaciones que lo van singularizando y, al tiempo, acercando a la muerte.


Hipofanías es una trilogía poética en torno a oxímoros fundamentales y la desesperación que produce su evidencia, plena de sentido: vida-muerte, génesis-destrucción, madre devoradora, horror-júbilo, casa-natura, etc. Destaca en ciertos casos la introducción de un tercer término -sea explícito, como en vida / muerte / existencia o sobreentendido, como en Naturaleza / casa / natura- que generan nuevas relaciones y oposiciones.


Aunque el orden de los poemas coincide con el de su elaboración y testimonia también una clara secuencia temática -Cerrada está la puerta ..., Custodia la casa .., Máscara de piedra la casa ...- los tres se refieren a un mismo e interminable instante y a una central cuestión: el permanente comienzo del mundo y el destino común de los hombres, como único modo de restaurar la armonía quebrada. Un instante atemporal, pero omnipresente ayer-hoy-mañana, vivído en la noche de los tiempos por la especie y habitado ahora mismo en todo lugar, hora y en cada ser humano. La consideración de la evolución de natura y hombre como perpetua sucesión de inicios y desencuentros, de espirales que una y otra vez sueldan sus espiras y añoran geométricamente el vórtice original.


«Cuando el ser y el no ser todavía no eran» dice el gran poema védico. A ese aún-no-tiempo, a aquél momento original, se dirige la invocación de estos cantos, no narrativos, y si pletóricos de imágenes materiales, angustiosamente épicos.


Debemos tener en cuenta que nada en estos poemas justificaría concebir ese encuentro con natura como una lánguida o dichosa quietud. El poema de Jorge no tiene relación alguna con la tardía y yerma teología de considerar a los hombres desterrados de sí y prestos a anonadarse en inmateriales nirvanas. Lo contrario se ajusta mejor al sentir de estos poemas. La nostalgia de natura es aquí fusión generadora, partera de libertades, al mismo tiempo que conciencia deseante de ella. No hay aturdimiento ni somnolienta entrega sino dolor que aleja cualquier paraiso fugaz y ficticio y yergue destinos que, a brazo partido contra las muertes, se quieren imperecederos.


Invocar ese instante a través de la palabra recuperada en su valor sagrado, fecundada en inusitadas contextualizaciones telúricas, es, en primera instancia, ir contra la existencia que se padece y reconoce como «corteza de un vacío fundamental» o «pérdida original de la inocencia cósmica y el revestimiento orgánico que el hombre se procura para velar el vacío que se presiente». Es rellenar la cesura producida en el nacimiento y restaurar el cordón umbilical que nos unía a la Madre, madre-tierra, mar original, útero, sexo y tumba.


El viejo Haeckel se inclina sobre el microscopio de bronce. Miles de formas agitándose en la universal gota de agua pútrida conquistan su retina. Atónito, observa la increíble danza, las bodas y agónicos estertores de millones de seres, multiformes y bellísimos. La mano febril del biólogo intenta retenerlos en miles de dibujos que testimonian el bullir vital de aquél océano primigenio. El sabio ansía encontrarse y celebrar aquella jubilosa marea de miasmas y formas amenazantes y bellísimas. Busca un nombre que construya aquél universo que bulle caótico bajo la pupila asombrada y acierta al proponerlo: Oikos, la “casa”, la morada y destino compartido al que han de librarse todas las fuerzas y agentes de aquél gigantesco universo, multiplicado en infinitos ríos, diminutas gotas a su vez de la gigantesca ola originaria, que atraviesa, inundándolo todo, las edades y los espacios. El “relato de la casa”, el logos, la “ciencia de la casa”, la Eco-logía ha de ser el guía virgiliano que nos acompañará por estos mundos subterráneos que ahora, convocados por el científico, el dibujante o el poeta, se hacen presentes en asombrosa hipofanía.


Nada hay de extraño en que el ritual de la “casa”, esto es, las reglas, procedimientos y métodos sugeridos por Haeckel para llegar al conocimiento de aquellos proto-seres, de los que deriva la arboleda de espirales ramas que conforma la comunidad viva actual, sobreabundante de especies, generase y diese nombre, años más tarde, al anhelo social de defensa de la naturaleza -y el hombre mismo como parte integrante de ella- ante la feroz devastación y envenamiento del planeta provocadas por el régimen del dinero y sus modos de producción. Este vital sueño del encuentro con natura, de la casa común, está en la base del movimiento ecologista originario, aunque hoy la caterva político-reformista, como clérigos robadores de relatos,  lograse confundirlo y casi aniquilarlo, entrampándolo en jergas teológico-economicistas, sometiéndolo a cálculos de poder y ritualizándolo en negociaciones para la permanencia del orden destructivo.


Como fruto amargo de esa operación devastadora padecemos hoy una maligna tendencia a negar a la naturaleza y suplantarla con artificios e imitaciones, con bosquecillos amañados en los que, con la entrada pagada, ninguna tensión o arraigo caben. En otras páginas de esta misma editorial La Campana, escribí:


“Hace tiempo que nos han impuesto vivir en lugares inhóspitos y en ámbitos de los que deseamos librarnos cada poco, aunque sea a través de sendas abiertas en una naturaleza casi doméstica y apenas sobrecogedora y nos quedemos siempre en el umbral del bosque por miedo a la fiera salvaje que, ya aniquilada, sólo vive en nuestros sueños”. Y también: “Habrán exterminado nuestros otros miedos, los verdaderos, los que nos hacían avispados y atentos, los que nos hermanaban con el bosque, siempre temido, pero en el que alguna vez habríamos de perdernos para encontrar la casita de los leñadores. Cuando no haya selvas, ni tigres acechando tras los cañaverales, el hombre del miedo sabrá que él mismo es su propio infierno y tendrá miedo de la propia piel, como ya hoy lo tiene de la enfermedad, de la vejez, de la ancianidad. Cuando no haya ballenas libres tampoco habrá hombres libres, sólo pobres hombres con más temores que nunca, porque son nuestros sueños los que se despiertan al alzado de la cola de la ballena y son nuestros sueños los que morirán, cuando ya no queden ballenas en el mundo”.


Este desafortunado montaje se extiende hoy como una peste, de modo al parecer imparable. Sin embargo, pese a todo lo deplorable y deprimente que pueda ser (y lo es más que lo que cabe imaginar), tal tinglado no representa otra cosa que la caricatura histórica -por ello, prescindible- de un proceso mucho más hondo y dramático que conmueve a la especie desde toda su edad: la significancia de lo humano en un cosmos por el hombre mismo erigido, pero cuyo espectáculo semeja trascenderlo y del que, por construirlo, aún habitándolo, permanentemente se destierra y consuma su libertad.


Esto es lo que interesa a Jorge Cuña en Hipofanías y es también lo que verdaderamente importa a la tenaz lucha de lo humano por habitarse, en el oxímoro central, pleno de sentido, hombre-natura.


Inmediatamente a la cerrada puerta de las fulguraciones, que inicia la trilogía, y hasta la estrofa final del último poema:


Reinicia tus pasos alimentándote de rebeliones

en la conjunción del arcoiris y el gesto de la mano

Deseo no posesión halla a natura en el Deseo

presencia de lo común entre los vivos y los muertos


[Máscara de piedra la casa ...]


nos sitúa el poeta en el gozne y fundamento de la función mítica (en sus palabras, aquellos mitos con los que poeta trata de proyectar al hombre, darle morada y destino), previa y a la contra de su degeneración sacerdotal, justificadora de dogmas y operetas encumbradas a religiones vaticanas y relatos del poder.


La poesía, en tanto que lo es, de ningún modo queda encerrada en una función de mero objeto de la Literatura o reduce a fórmulas expresivas para encubrir el sufrimiento de las gentes, sino que en ella reside y fundamenta el vasto dominio del habitar humano, que de modo inevitable ha de afrontar el sentido de su libertad.


Así ocurre en estos poemas en los que Jorge Cuña invoca un contexto nuevo en el que librar el conflicto de aquella herida originaria. A la luz de ese contexto poético cobran nueva significación los entes invocados -la casa, la máscara, el vegetal, ... - y recupera cada vocablo, cada palabra, cada raíz su protoesencialidad más intensa, abriéndose aún a nuevos significados.


Hay en la palabra y el lenguaje una ambivalencia; por un lado una significación en apariencia precisa, codificada, afirmativa, restringida, socialmente instrumentalizada por ideologías dominantes y, por el otro, la palabra abierta, de múltiples significados e infinitas vivencias y sentimientos, primigenia en su indeterminación, es decir, previa a los predicados que la restringen. Es la palabra, como la Cyprea, guarnecida en su concha de extraordinaria y múltiple belleza, abierta a todos los predicados, pero tambien, una vez muerta y disecada, valor de intercambio, dinero, representación y fuente de poder: el poder mismo.


Inmersos en esa ambivalencia, siempre presente como contradicción y conflicto inevitable en el lenguaje mismo -por ello en la poesía- Jorge Cuña rompe, lucha por deshacerse de los códigos que hacen del lenguaje un instrumento de lo útil previamente definido, un arma en manos de los ministros de dios y estado para extender su muerte.


Esa búsqueda incesante -siempre dramática por cuanto la poesía misma «desempeña una función afirmativa por el lenguaje que utiliza»-, ya manifiesta en obras anteriores (Serpigo, Moloch y Mantis), es expresada por Jorge Cuña como una pasión que, arraigada en la propia condición de la especie, se alza frente a lo posición del hombre en el mundo y resuelve en estallido permanente, en destino libertario. Romper la corteza que nos define es voltear, dinamitar aquella palabra muerta que nos da la existencia para rescatar la palabra viva que nos devuelva al origen, a lo indeterminado, previo a la existencia, cuando hombre y naturaleza permanecen indiferenciados y es el morar común.


Pero esta acción poética, capaz de proyectarse sobre cualquier operación en la que el poder reductor esté presente, exige violentar estrategias retóricas y literarias tradicionales y plantear una nueva poética, que fructifica en novedosas y muy elaboradas estructuras rítmicas, figuras y contextualizaciones semánticas. Único modo de hacer salir lo oculto, a lo que el poeta es emplazado y en lo que toda persona está concernida.


En comentario de José Luis Ageitos «apocalipsis del lenguaje, que tanto ha servido para ocultar la falsedad y decadencia de toda una civilización maldita» y en la voz de Méndez Ferrín: escritura que «atenta contra la gramática, dispara contra sus verbos auxiliares, descompone la concordancia, invalida el género y el número y se detiene cuando la opacidad asoma”; o, como señala Rafael Chacón: «El poeta retuerce el lenguaje y lo descoyunta; desconfía de la gramática y sus jerarquías. Desconfía de esa pasión de la Frase por ser universal y enunciativa. Lucha contra y en el lenguaje que se dice a sí mismo y se muestra en sus balbuceos, en su intento de nombrar lo aún no creado o lo siempre destruido»; o en el decir de Antonio Domínguez Rey: “Tal estado de excepción creadora define a J. Cuña. Prefiere la marginación social de la palabra a la mentira que su apariencia encubre. El lenguaje instrumental es para él faz aparente, utilitaria, que define las relaciones interesadas del hombre en tanto valor de canje. La palabra se convierte entonces en ocultación de la voz auténtica. Habrá que dinamitarla, ahogarla ... e intentar salvar en ella, único hilo rastreable, un eco de lo profundo o sublime”. En frase del propio Jorge: [debe el poeta] “penetrar en el lenguaje, el ritmo, la palabra con objeto de descubrir siempre lo que oculta, lo que engaña, y desde dentro de las mismas formas artísticas, envenenarlas, convertirlas en inútiles, negarles su función afirmativa”.


Aunque la palabra codificada es enemigo poderoso -mucho más pujante que esas débiles instituciones y personajes autoritarios y mercantiles con los que a veces se disfraza- la invocación poética de Hipofanía logra transgredirla y, pese a todo, convocarnos a esta rebelión fundamentadora de todas las demás epifanías de ella.


Si llegado ese instante queda el lector errante en la noche que inevitable surge al dinamitar lo concreto habitual y convocar lo incierto, la elegía, el epos, son tan intensos que, al término de cada poema, nos parece estar situados en otra noche, ésta sí de luz, que abre un nuevo nacimiento e reincendia aquél súbito temblor que dio origen, en un mismo imperecedero instante, a la especie y a natura y arraigó al hombre en el seno nutricio y fatal, fecundo y devorador de la madre.


Hipofanía es la aparición subyugadora que llega desde las profundidades, otrora subterránea o habitante de los abismos acuáticos y siempre remota y originaria. Aquello que acaece, sale de lo oculto y otorga su vivir, como deseo de su permanencia.


Deseo no posesión halla a natura en el Deseo.

Presencia de lo común entre los vivos y los muertos.


[Máscara de piedra la casa ...]


La manifestación poética primera remonta a las narraciones (mitos) y danzas más antiguas, dedicadas a las divinidades de la Máscara (la monstruosa Gorgona, Artemisa Pótnia Therôn, señora de las fieras, y Dionisos, el nacido dos veces), y aún más allá, al remoto no-tiempo de la Gran Diosa Madre paleolítica, el Bostezo origen del mundo, la apoteosis fratricida de Los Amantes o las hierofanías innumerables. Se trata del inmenso repertorio de narraciones mitológicas y cuentos populares sobre las andanzas de las divinidades anteriores a los dioses olímpicos Fundadores de Orden. En estos mitos y, sobre todo, en las imágenes y figuras retóricas que los pueblan, encuentra el poeta un complejo de presignificaciones sobre las que poder sustentar elementos claves de su poética.


En primer lugar, aquella ampliación semántica de los vocablos ahora mismo con significados ritualizados, poéticamente y socialmente estériles, útiles tan sólo a las teologías del poder. Pero esta amplificación es forzosamente revolucionaria respecto de la utilidad tradicional del lenguaje, cuya esencia se considera estar, como dice Heidegger, “esencialmente allí donde ella acontece como poder que crea el mundo”. Es así que el lenguaje impone al hombre su esencia como poder y éste se la apropia como incesante rebelión, como anarquía fundadora de nuevas miradas. En este sentido, la formidable poética de Hipofanías, como antes en Serpigo, Moloch y Mantis es esta fuerza teóretica que, cosechando datos de la experiencia lingüística cosificadora, primero los fragmenta y trocea para luego, libertaria y comunalmente, reconstruir, dotar de sentido y ampliar poéticamente el mundo del hombre.


En segundo lugar, la volcánica construcción de sus tramas, jamás meramente literarias y siempre propedéuticas. Tales historias no son mera producción de fábulas o parábolas doctrinales, aunque muchos de ellos -perdido el poema y apenas recordado el guión argumental- apenas parezcan otra cosa. Resultan agónicos frutos de la imaginación poética ancestral, capaz de ofrecer una visión global, unificadora, del universo y sus seres. Retazos de los himnos comunales que aseguraban a la aldea y sus habitantes la acción salvífica de los oscuros antepasados, fundadores tanto del alimento que da la vida como de la fatalidad de la muerte y su consecuencia: la sexualidad o, de modo más preciso, el oxímoro Macho-Hembra, concordia y discordia, el sexo fracturado abocado a turbadoras y fértiles nupcias.


En tercer lugar, la expresión de emociones incompatibles experimentadas simultáneamente. Se trata de una trasgresión propiamente retórica, poética, pero que en Jorge Cuña alcanza una fuerza extraordinaria. Las dislocaciones del discurso patentizan la tensión hipofántica y, por otro, evocan la simultaneidad entusiástica (entheos) de aquellas emociones que logran aflorar lo escondido. La principal dislocación se refiere a aquellas figuras y seres que logran ser descritos en forma contradictoria (respecto del discurso coherente, ritualizado) y, por ese medio, revelar su esencial unidad poética, esto es, desplegar la imaginación poética sobre los datos de su mera percepción.


Todos los objetos tienen teóricamente esa cualidad y, por tanto, son susceptibles de entrar en el poema y una vez allí, como dice Jean Cohen, instaurar el “ser de su propio mundo” y escapar a la “fatalidad de ser-en-el-mundo”.


Hay un libro anterior de Jorge Cuña, Serpigo, en el que se elabora un pantheon de pequeñas divinidades, genios familiares (raíces, medusa vegetal, muñeca espectral con garras de bronce, el escriba de la noche, murciélago azul, ...) que logran instaurar ante el lector convocado aquél “ser de su propio mundo”, feérico y aterrador a un tiempo, fecundo y monstruoso, genesíaco. Ahora es la Casa:


Máscara de piedra la casa muda a natura

desdoblamiento por mano que funesta arranca

pedernales a lo que no siendo es indeterminado.


[Máscara de piedra la casa ...]


Pero, ¿Qué Casa es ésta, que tanto recuerda a la iniciática casa del bosque en la que han de ser engullidos los pequeños héroes?, ¿Qué bosque la guarda y en ella penetra? ¿Qué Madre te invita a traspasar la puerta?:


Nutre Madre las palabras desborden de ternura

se abra fúlgida la puerta se inicie la danza

....

Virginal se abre la puerta de las fulguraciones

oscuras olas celestes salpican la tierra

sangran los árboles en jubiloso crecimiento ...


[Máscara de piedra la casa ...]


La palabra nos posee y habita, al tiempo que la habitamos. Con ella construimos, edificamos relatos, instauramos mitos que, ritualizándose, transformando su puro aparecer y vivir en existencias  previsibles o derivando la aventura poética de su creación a confusas ideologías fundadoras de clasificaciones, ordenes matrimoniales y códigos para el crimen y el castigo, terminan por encarcelar a los hombres y matar la vida. Es la función afirmativa del mito, que se revuelve contra el deseo y la rebelión que lo fundamentan y exigen.


    Una y otra vez, cada niño ha de entrar en el bosque. Es en la casa antigua del viejo leñador que la existencia ha desterrado la vida, la Naturaleza a natura -la leña a la rama, la cerca al árbol, el hacha al rayo, el perro al lobo, la propiedad al prado, la pobreza a la riqueza- y el hijito, aún no definitivamente encorvado por la existencia, es destinado a rescatar vida, natura, rama, árbol, rayo, lobo, prado y riqueza en la incertidumbre del bosque, en la casa de la muerte, en la olla sangrante de la bruja, madre-capitana de bandidos.


Miguel Angel Cuña

Hipofanías